CAPÍTULO I
La Coracha, Málaga, 1 de febrero de 1937
Con cuidado, aparto el fino visillo de la ventana. No hay nadie en la calle o eso parece. Los adoquines humedecidos por el rocío helado de la noche permanecen intactos e intocables… Es la primera vez, desde que nos escondieron en este piso franco, que la quietud nubla de esta manera el ambiente. Y da escalofríos…
Todo está demasiado gris. Todo en este puto país es demasiado gris… Me regaño a mí misma por la vehemencia con la que planteo mis pensamientos. Mi padre, ya me hubiera cruzado la cara sin lugar a dudas. “Esas palabras no son propias de una señorita, Anabel”, me hubiera recriminado después de la bofetada. Y mis ojos, estarían llenos de lágrimas, mis labios apretados, mordiéndome la lengua para no responderle, porque a un padre siempre se le debe respeto. Aunque, nadie respetó mi opinión cuando me obligaron a casarme con aquel viejo déspota. Aquel matrimonio salvó a mi familia, salvó a mi padre; y a mí me condenó a la más terrible de las oscuridades. Pero que importa… a nadie le importaba las arcadas que me provocaba el contacto con aquella pestilente piel y aliento. Ni los golpes, ni los gritos. Es más, a todo el mundo le parecía bien… que alguien por fin empezara a domar a aquella fierecilla indómita.
¡Joder!... Me echo para atrás de repente y suelto el visillo. Oh, Dios, alguien me ha visto… Contengo el resuello, poniendo la mano sobre mi boca… Respiro todo el aire que puedo por la nariz y tenso las piernas para calmar el temblor. Soy idiota, ¡soy idiota!... Me acerco de nuevo a la ventana, pero esta vez, no aparto el visillo. Hundo las manos en mi falda y jugueteo con los pliegues de la tela: así evitaré que mis dedos, mi agobio y mi curiosidad comentan otra imprudencia. La tenue opacidad de la fina cortina me deja entrever que la calle vuelve a estar desangelada. Tal vez, solo era un vagabundo... Aunque, ¿quién no es un vagabundo en esta España nuestra? Llena de miseria, miedo, cobardía… Profanada por las lágrimas de la injusticia. Aún tengo grabado en la mente, la imagen de aquel muchacho tirado en la calle, rodeado por un charco de sangre que salía a borbotones de su cabeza; y los gritos desgarradores de esa madre. Dios, ¡maldita guerra!
Hace tanto frío… Me aferro a mi abrigo y me rodeo con los brazos para contener el repelús. Llevo tres días con la misma ropa, apenas he comido, ni dormido. Me miro en el pequeño espejo quebrado de la pared. Estoy demacrada, casi amarillenta. Mis grandes ojos oscuros parecen haber tomado la totalidad de mi cara. Mis pómulos están hundidos y sin color. Suspiro, intentando calmar este desasosiego permanente que abrasa mi estómago vacío, mientras los jugos gástricos acuden a mi campanilla.
Contemplo mi alrededor. Estoy tan harta de estar encerrada en este cuchitril mugriento, lleno de humedad. Mi cuerpo se sacude involuntariamente… Dios, ¡estoy helada!... Y sé que no debo quejarme… ¡Por Dios, Anabel! ¡Hace tiempo que dejaste de ser una niña pequeña! Así que… ¡no te vas a venir abajo!
Me siento en una silla apolillada que cruje al echarle mis pocos kilos encima. Chasqueo la lengua… ¡Al final conseguiré que nos descubran con tanto ruidito!… Mis pupilas se detienen en la oscura habitación del fondo. Daniel lleva mucho rato ahí encerrado, acostado en ese sucio jergón de lana que mulle el suelo del único dormitorio de este piso. No me ha mirado, ni tocado desde que nos encontramos… Tal vez, le doy asco… Tal vez, solo vino a buscarme por pena… Ya no me quiere… Y lo entiendo… Me siento tan… ¡sucia!
Cierro los ojos tratando de imaginar mi hogar. Aunque no sé muy bien, si alguna vez ese hogar existió. Pues a aquella jaula de oro en la que he vivido estos cuatro últimos años desde mi pactado y forzado matrimonio, no se la podía llamar hogar; y a esa otra donde crecí… Bueno, tal vez de allí si pueda extraer algunos buenos recuerdos. Solía jugar con mi querida amiga Marisa en el patio. Tiene siete años más que yo, pero siempre nos hemos sentido muy unidas… Es como la hermana mayor que nunca tuve. Me pasaba libros a escondidas, con las pastas forradas, para que nadie pudiera adivinar el título; sobre todo clásicos: nacionales o extranjeros... A mí me daba igual: me encantaba leer, me encanta leer; pero mis padres no aprobaban ninguna lectura que no fueran aquellos cuentos ñoños, infantiles y aburridos. Todo medido al dedillo para hacer de mí una digna señorita de alta sociedad: que supiera callar, escuchar, atender a su marido, además de amenizar fiestas y reuniones tocando el piano… Y a la que después acabaron tratando como a una vulgar ramera… Irónico, ¿no?
Vendida por aquél que me engendró, que me crió… Sí, así como suena… Mi padre, mi respetable padre fue cómplice y urdidor de la vejación de su propia hija. Yo estaba enamorada de Daniel, pero él era demasiado joven; los dos lo éramos: apenas teníamos diecisiete años. Mi progenitor necesitaba liquidez con urgencia. El honorable coronel del ejército español don Juan Vásquez de Ulloa, hermano de sangre de Daniel, se la dio. Y me compró… Me violó y me dejó embarazada, con el beneplácito y la conformidad de mi antecesor; y después me arrancó mi hijo a golpes.
Pero, no… ¡No voy a llorar!... Aunque mis lágrimas no obedecen… Y mis dedos se aferran a este desvencijado mantel que cuelga por los lados de la desolada mesa sobre la que mi torso cae. Hundo la nariz en la dura madera cubierta por la inmunda y roída tela, ahogando el ruido del llanto. Y dejo que mi oscura melena esconda mi cara… ¡Oh, Dios, ayúdame!
De repente, una cálida mano acaricia mi nuca y mis hipidos cesan. Levanto la cabeza hacia esa calidez que me insta… “Daniel”… Su bello rostro arrulla mi mirada. Tiene los ojos verdes, dulces y cansados. El pelo oscuro y prácticamente rapado; aunque su cabello extremadamente anillado siga siendo perceptible a pesar de ese obligado rasurado militar… Las arrugas de la extenuación pretenden desdibujar su juventud, pero no lo consiguen.
Sus dedos enjugan mis mejillas con tanta ternura que hace crecer el nudo de mi garganta… Dios… le necesito tanto.
–No llores –me ruega con la voz quebrada.
–¿Ya no me quieres?
Su gesto es devorado por el dolor ante mi pregunta. Inclina sutilmente la cabeza y sus labios se acercan a mi boca… Siento el corazón latir con tanta fuerza que creo que podría estallar… Su carne roza mis labios… Ohhh… Su lengua instiga a mi esencia a mezclarse con su jugo; y mi boca se abre para él… Comemos el uno del otro, saboreamos nuestras ansias… No me puedo creer que lo esté sintiendo de nuevo…
–Más que a mi vida –prolonga esa respuesta que su beso me acaba de otorgar con creces, mientras nuestras frentes se mantienen unidas y los alientos se siguen mezclando.
No hemos abierto los ojos; sin embargo, yo necesito de su mirada.
–Entonces, ¿por qué te comportas así conmigo, Dani? –Casi me arrepiento de mi atrevimiento, de mis ganas de saber, porque vuelve a apartarse de mi lado como si le quemara mi compañía; pero, yo me levanto de la descuajaringada silla y lo busco… Mi cara encuentra su espalda… ¡¿Por qué no quiere mirarme, maldita sea?!–. Daniel, mírame –le exijo; apretando mis puños contra mis muslos, mordiendo mi labio inferior ante la impotencia, la desesperación…–. No soy corta de entendederas, ¿sabes?... Sé que han pasado demasiadas cosas… Nada va a ser igual entre nosotros… Pero, llevamos encerrados aquí casi tres días y apenas nos hemos dirigido la palabra… Si tanto asco te doy. Si no me soportas… ¿Por qué me has buscado?... ¿Por qué…?
–Oh, Ana –Pero, no puedo terminar mis reclamos. Se gira y me envuelve con sus brazos, con su cuerpo convulso por el llanto.
Jamás había visto a mi Daniel llorar de esa manera. Y se me parte el alma… ¿Qué nos han hecho, Dani?
–Daniel, no llores... Cariño, cálmate. Nos pueden oír –Mis manos arrullan su espalda, se adentran en su corto pelo; y lo aprieto contra mí… No puedo soportar esto. Yo…
–Mi familia tiene razón… Soy una maricona… No tuve los huevos suficientes para matar al cabrón de mi hermano… Has vivido un infierno por culpa mía y...
–¡Por Dios, Daniel! ¡No vuelvas a decir eso, ¿me oyes?! –le agarro la cara entre mis manos con severidad. ¡Me hierve la sangre!
¿Era un afeminado por hacer de la música su pasión? ¿Por ser apocado y dulce? ¿Por arrancarle a aquel piano la más sublime belleza?... Los muy ignorantes pensaron que aquellas fiebres que sufrió a los trece habían trastornado su sexualidad. Confundieron la secuela de la esterilidad, con la impotencia y las inclinaciones. Y consiguieron inculcarle a un adolescente el temor a su naturaleza… Sí, ninguno de los dos hemos tenido mucha suerte con nuestras familias… A más de uno, le hubiera dado una apoplejía si hubiera sabido que le entregué la virtud a mi Daniel a los quince. Josefina Vásquez, la sobrina de los Vásquez de Ulloa, era nuestra principal encubridora. Yo iba dos días por semana a visitarla, estaba impedida, en una silla de ruedas, condenada a vivir en aquella imponente mansión familiar. Le leía libros y le hacía compañía; aunque en algo más de dos años solo conseguí leerle las diez primeras páginas de aquel grueso ejemplar del Quijote. Siempre se las arreglaba, para entretener a mi ama, y dejarnos solos a mi Dani y a mí, en los sitios más insospechados de aquel caserón del Limonar… ¿Afeminado? ¡Ja! Daniel es mucho más hombre que cualquiera de esos caballeros estirados que se jactan de serlo… Mucho más hombre que el asqueroso de mi padre, que me vendió como a un activo más de sus empresas para saldar sus malditas deudas de juego… Mucho más hombre que el tal coronel Juan Vásquez de Ulloa, que consiguió por la fuerza lo que nunca le hubiera entregado… ¡Hijo de puta!... Mi marido ante los ojos de Dios... Tiene gracia la presunción de una unión sagrada que propició el mismísimo Satanás… Yo ni siquiera estuve delante ese día en el que supuestamente el cura nos bendijo… Me vistieron de novia. Y me sacaron unas cuantas fotos agarrada del brazo de aquel sádico que coparon las primeras páginas de los más prestigiosos diarios del momento… Esa es mi historia… ¡Mi maldita historia!
–Pero, es la verdad. ¡Fui un cobarde!… Si supieras los motivos por los que me marché, por los que te abandoné… No me defenderías tanto, Ana –insiste en flagelarse con las culpas del pasado… Pero, ¿es que no comprende que…?
–¿Por qué no quieres entender que esos motivos no me importan? –retengo la voz todo lo que puedo. Nadie debe saber que estamos aquí; este piso debe permanecer vacío para el mundo exterior. Sin embargo, cada poro de mi cuerpo supura esta ansia por hacerle ver la verdad… ¡Mi verdad!... ¡Le quiero, maldita sea!...–. Fueron tiempos confusos, tiempos horribles para los dos… Pero, estás aquí, Dani… Has venido a buscarme… –Tiemblo, mis labios tiritan al alzar mi reclamo. Mi cuerpo se estremece ante la necesidad de él.
–Quiero tocarte –pronuncia en un susurro vacilante; mientras sus ojos me recorren dibujando su frustrado anhelo.
–Hazlo, entonces –otorgo; y me abro el abrigo, dejando al descubierto mi fina y arrugada blusa.
Mi respiración lo incita. Su respiración se transforma. Extiende su mano hasta mi pecho, aunque las dudas lo detienen una vez más. Puedo sentir el calor de su palma sobre mi seno; pero yo quiero su fuerza. Quiero que lo manosee, lo estruje, que haga convulsionar mi interior con su presión.
–Me ves sucia, ¿verdad? Por eso no puedes –musito tal evidencia, y la rabia me quiebra el alma.
–¿Sucia?... Soy yo el que no se siente digno de tu pureza, Ana. –Se acerca a mí y me atrapa la boca… “Ah, Dios”.
Nuestros cuerpos se adhieren, vibran. Entonces, un ruido nos sobrecoge, crujiendo nuestra necesidad de conexión. Se escuchan murmullos detrás de la puerta… Hombres, dos voces masculinas.
–Dani –balbuceo su nombre y le hinco las uñas en el brazo.
–Shhhh. –Pone dos dedos sobre mi boca y me insta a callar–. Tranquila –dibuja la palabra con sus labios, sin pronunciar sonido. Y traga saliva compulsivamente, intentando esconder ese hálito de pánico que también lo embarga.
Oh, no tengo miedo por mí; sino por él. Si lo cogen… lo mataran, lo fusilaran. Es un desertor, por el amor de Dios.
Se separa de mí; y agarra la pistola que tenía oculta en las lumbares, sujeta a la cinturilla de ese pantalón viejo y gastado que lo viste. Mario, el marido de mi amiga Marisa, le dejó las prendas de civil, porque con el uniforme militar llamaba demasiado la atención.
Me quedo quieta y callada, mientras él avanza despacio hacia la puerta con la pistola preparada para lo que tenga que pasar. Pero, nada ocurre. Los casi imperceptibles murmullos cesan y alguien cuela dos sobres amarillentos de tamaño cuartilla por debajo de la rendija de la puerta. Los dos nos miramos, sin saber muy bien de qué va este juego. Yo intento ir hacia él, andar hacia donde están los sobres. Pero, él me detiene haciéndome una señal con la mano. Quiere asegurarse de que los extraños se han ido; y pega el oído a la madera de la entrada. Entonces se agacha y recoge los sobres; aunque no guarda la pistola. Abre uno de ellos.
–Son los documentos… Los pasaportes falsos y los salvoconductos –musita en voz baja; y por fin vuelve a esconder la pistola detrás, en la cinturilla del pantalón, debajo de la rebeca de lana gastada que lo abriga; sin embargo, mantiene la tensión en todos sus músculos. Su semblante refleja recelo, contrariedad; y no sé por qué.
–¿Qué pasa, Daniel?... Son buenas noticias, ¿no?... Es un paso más para salir de aquí, para escapar.
–No me fio, Ana… Nos meten en este cuchitril durante tres días, sin apenas comida, sin ninguna noticia… No sé… Esto me huele a ratonera.
–Marisa nunca me ha fallado, Daniel. Confío en ella plenamente. Y su marido sabe lo que hace. Tiene contactos. Buenos contactos. Saldremos de aquí. Todo va a salir bien.
–Ojalá yo tuviera tu aplomo –masculla; y tira los documentos con desgana encima de la desolada mesa de centro, para después dejar caer su cuerpo en una de las dos sillas que la rodean, sin poder evitar su crujir.
Se pinza hastiado el entrecejo con los dedos y suspira. Yo me siento a su lado, en la maltratada silla compañera, y llevo mi mano hasta su rodilla. Enseguida, él me la abriga con la suya; y por primera vez, desde hace mucho tiempo, lo veo esbozar una ligera sonrisa (cargada de pesar, pero una sonrisa al fin y al cabo). Por el amor de Dios, solo somos dos muchachos de veintiún años… No deberíamos conocer tanto de la vida… Aunque quejarse resulta casi un sacrilegio con los tiempos que corren.
–¿Qué hay en el otro sobre? –lo insto. Estoy nerviosa. Solo quiero salir de aquí. Solo quiero que esta pesadilla acabe.
–No lo sé –Se echa para adelante, casi reticente. Agarra el sobre y resopla antes de abrir la solapa. En cuanto atisba el contenido, la sorpresa y la incredulidad devoran su rostro–. Pero, ¿qué demonios…?
–¿Qué? –alzo las cejas, como si con ese movimiento de mi gesto pudiese adivinar el misterio que oculta aquella envoltura de papel que Daniel sostiene entre sus manos.
–Es una partitura –esboza; y por fin saca el enigmático papel del sobre. Lo ojea durante unos instantes, y frunce aún más el ceño–. Pero, la melodía no tiene sentido.
Mi cuerpo se relaja al momento. Sé de lo que se trata: –Dámelo. Es de Marisa. La partitura contiene un mensaje encriptado. Es un código secreto que ella y yo inventamos.
–No me digas –refunfuña escéptico y exasperado.
Yo le quito el folio de las manos de malas maneras… A veces, consigue sacarme de quicio; y ésta es una de ésas.
Comienzo a tararear las notas en el interior de mi cabeza, aunque tengo que ayudarme con mis dedos, que con su quedo repiqueteo en la madera de la mesa van dando otro sentido a esta melodía inconexa que la partitura me chiva. Poco a poco el mensaje va tomando forma en mi mente: “S-H-A-K-E-S-P-…”. Oh, no sigo... La primera palabra que consigo armar, es un nombre propio: “Shakespeare”… Ay, Dios, Marisa… Tú y tu humor amargo. Shakespeare es uno de nuestros autores preferidos. Y hay una obra en concreto, que marca mi esencia: “La fierecilla domada”. Marisa y yo nos la sabemos prácticamente de memoria. La fierecilla soy yo, claro. Aunque yo jamás me sometí. Por más barbaridades que le hayan hecho a mi cuerpo, mi alma permanece y permanecerá indómita. Ella pretende darme ánimos con este recordatorio… Pero no puede imaginarse cómo me hace sentir en realidad… Mis fuerzas, mi rebeldía, han sido tan golpeadas que…
–Por Dios, Ana. ¿Qué dice la puñetera partitura? –Daniel protesta y me saca de mi ensimismamiento.
Le miro y hago un mohín obstinado… Estoy enfadada con él; pero, al final me hace ceder y mis labios se curvan a pesar de mis esfuerzos por permanecer disgustada… Algunas veces parece un niño pequeño. Mi niño al fin y al cabo.
–¿Creí que no te interesaba lo que ponía? –le riño; aunque soy incapaz de recuperar la seriedad pretendida.
Resopla y echa los brazos hacia arriba como si no pudiera conmigo. Mi sonrisa se ensancha… Lo estoy desesperando, pero a su vez, noto como el ambiente se va relajando entre nosotros. Y eso es precisamente lo que necesitamos: un poco de distensión.
–Ay, Ana, Ana, Ana… ¿Qué voy a hacer contigo? –sacude la cabeza de un lado a otro, y se echa para atrás en la silla… <Crack
Y ya no puedo más, me muerdo los carrillos para no soltar una sonora carcajada. La puñetera silla ha estado a punto de partirse… Y eso sí que hubiera sido un problema, y no solo por el estrepitoso ruido que habría formado, sino porque…
–Shhhh –intenta frenar mi silenciosa algarabía. Pero los nervios, la tensión… quien sabe… hacen que su risa también estalle. Me hace una señal para que abandonemos las destartaladas sillas y nos sentemos en el suelo… aunque casi nos tiramos a él… arrastrándonos entre convulsiones catárticas de tonto y cauteloso bullicio, que nos provocan dolor de estómago e ijares, y nos hacen lagrimear los ojos, tanto o más que si estuviéramos pelando cebollas.
Dios, hacía tanto tiempo que no reía.
Conseguimos llegar a la pared y apoyamos nuestras espaldas en ella. El frío del suelo sube de nuestros traseros a los riñones… Poco a poco la risa va dejando lugar a los hipidos y a la falta de aire de tanto retener las carcajadas… Y nos vamos relajando. Y de repente, nuestras miradas conectan. Echados en la húmeda pared, las convulsiones paran… Y lo que antes era risa se torna atracción. Nuestras caras se vuelven serias… Nuestro anhelo es pura ansia.
–Bésame, Daniel –bosquejan mis labios, reclama mi ser.
–Ana, yo… Si te beso ahora, no voy a poder parar… Y tenemos que concentrarnos en nuestra huida… Voy a protegerte, Anabel, aunque sea lo último que haga… Descifremos la partitura, ¿sí?
Mi cabeza asiente, pero mis ganas protestan. Aunque tiene razón, lo primero es lo primero. Y necesito verlo a salvo tanto como lo necesito a él…
Levanto la partitura, que había acabado hecha un gurruño arrugado en mi mano, la estiro, y me remuevo en el suelo, orientándola hacia la ventana para buscar algo de claridad.
Mi mente canta, mis labios sueltan el aire al compás de las notas: –Vendrán a buscarnos mañana, antes del amanecer…. Na, na, mmm –me callo. No me había dado cuenta que estaba haciendo ruido al tararear… Me froto el estómago y me encojo… Dios, el hambre y los nervios me están matando… Vamos, Anabel, concéntrate… Viro el papel hacia el tenue rayo de luz que entra por la ventana y continúo con este incoherente canto mental. Resoplo, voy uniendo letras–. Nuestro contacto nos dará más instrucciones al comenzar el viaje… pero… Espera… –Ay, Dios, ¿qué pone aquí?… D-E-S-T-I…. Na, na, na, mmm… Oh, vale, ya lo entiendo–. Destino: Gibraltar… Van intentar sacarnos por Gibraltar y después al Reino Unido… y… –Paro mi cántico, el corazón comienza a latirme a ritmo de vértigo, los oídos me pitan. No, no, Dios mío, por favor…
–Ana, ¿qué pasa? Estás temblando, mi niña. Te has puesto lívida –La mano de Daniel arrulla mi mejilla. El calor de su cuerpo me quema, porque me he quedado helada…
–Juan me está buscando, Dani… Pero, eso ya lo sabíamos, ¿no?
–Oh, Ana. –La inquina, la aversión y el rencor contaminan su rostro de inmediato. Me coge de las manos y me arrastra hasta su regazo. Y me acuna; y yo poso mi cabeza en su hombro absorbiendo todo su aroma. Huele un poco a sudor, pero a mí no me importa. Estaría sentada aquí, acurrucada en él, toda la vida. Siento las palabras reverberar en su pecho: –Esta vez lo mataré, Anabel. Si te pone un dedo encima, lo mataré.
Yo alzó la cabeza. Nuestras miradas se unen a la par que nuestro pavor–. Sabes que nunca he sido suya, ¿verdad? Nunca, Dani… –Intento leerle el alma. Y sé que los celos le comen por dentro, al igual que la ira, el reproche y la culpabilidad.
Acerco mis labios a su boca, y noto que ésta tiembla… Y no sé si es la misma ansia que yo siento por la suya la que hace tiritar su carne; o el odio que convive en su espíritu; o el temor…
Sin embargo, me agarra el pelo y responde a mi súplica. Me besa con pasión, haciéndome abrir la boca. Noto su sabor, su ardor, su amor, removiéndome por dentro… Dios, Daniel… Su mano abre mi abrigo, camina hacia mi escote, estruja mi pecho. Entonces gimo bajito. Su nariz expulsa el aire de forma desenfrenada al apretar la carne blanda de mi seno por encima de mi arrugada blusa. Se separa un instante de mí, dejándome sin aliento.
–Ana… –pronuncia mi nombre y se le quiebra el gesto. Las lágrimas resbalan por sus mejillas. Yo se las enjugo al momento, recogiendo la salada humedad que su incipiente barba embalsa.
–No te pares, Daniel… Limpia mi cuerpo… Borra sus asquerosas manos de mi piel… Ámame –le imploro.
–No te merezco. No te merezco, mi vida.
–Hazlo, Dani… Por favor.
Me mira… Sus ojos se hunden en los míos; y aún sin tocarme siento como me hace el amor. Sus dedos buscan a ciegas los botones de mi blusa; y los va abriendo uno a uno... Trago la poca saliva que me queda en la boca, completamente hipnotizada por su delirio. Abre mi blusa y sus labios se arrastran por la piel de entre mis pechos, cosquillean mi esencia, bañan mi cuello con su ardor, barriendo toda esa hiel que ensuciaba mi tacto.
–Ohhh –Cierro los ojos; abrumada por las percepciones que me curan.
–Ana… –exhala mi identidad, alabando mi espíritu. Mientras siento como su excitación presiona mi cadera.
Dios, me desea. Todavía me desea…
Me levanta en brazos, y me lleva hasta el jergón de lana del dormitorio. Me echa sobre él con cuidado. Noto sus músculos temblar por el esfuerzo que ha hecho al cargarme; pero no ha querido soltarme, no ha consentido que ninguna parte de mi cuerpo toque otra superficie distinta a su carne.
Me retira el pelo de la cara; y se recrea en mi visión.
–No cerremos los ojos… Ninguno de los dos… Quiero ver cómo te estremeces, Ana… Quiero que me sientas a mí rendido a tus encantos, a tu alma… No soy nadie sin ti, mi niña… Nadie…
–Hazme el amor, Daniel
Su mano sube por mis piernas, la tela de mi falda roza mi piel al ascender su caricia. Mi cuerpo se arquea ante la expectativa de ser suya de nuevo.
–Anabel –musita sobre mi piel: empapada de él, por él.
Se revuelve sin dejar de besarme, y se deshace de la ropa interior de debajo de mi falda. Yo muevo las piernas para facilitarle su decisión. Después escucho, el sutil crujir de su cremallera al abrirse. El corazón va salírseme del pecho, y los impulsos innatos que acompañan a mi respiración se desbocan… Me cubre y su mirada me habla… Su quietud me pide permiso… Oh, Dios, sí… Daniel, por favor.
–Te necesito, Dani –le digo entre jadeos.
Se mueve, me abre… Y por fin, me llena: despacio, poco a poco. Obligándome a sentir cada centímetro de él en mí. Me aferro a sus brazos; y mis ojos se cierran sin querer, torturados por el placer, por esta pasión que jamás creí volvería a padecer.
–Dios, mi niña… No cierres los ojos… Mírame, Ana.
–Oh, Daniel. Es que… Uff –Suspiro y me estremezco. Me cuesta horrores mantener los ojos abiertos, sobre todo porque… Ahhh.
Lo escucho soltar el aire a través de sus dientes apretados cuando vuelve a penetrarme.
–Joder, Ana… Dios, no puedes imaginarte lo que me haces sentir. Abre los ojos, mi niña, por favor.
Lo hago, obedezco; cuando su frente toca la mía. Su sudor me empapa. Nuestros jugos se mezclan. Se mueve, empieza a moverse fuerte, rápido. Y yo… y yo… me siento morir.
Ay, Dios, Dios… ¡Dios!
El hormigueo me embarga, la desesperación recorre todas y cada una de mis terminaciones nerviosas. Sus músculos se tensan, mis entrañas se tensan. Y sé que estamos a punto. Y por un lado anhelo el final, ansío esa sensación: la liberación catártica de nuestros entes fundidos. Pero, por otro, no quiero que esto acabe nunca… Sin embargo, el éxtasis nos abrasa inevitablemente. Su simiente se derrama en mi interior vibrante y el alivio nos consuma en un solo ser… Se desploma sobre mí, con sus labios posados en mi cuello.
–Oh, te quiero, Anabel… Perdóname por todo. Yo…
–Shhhh –detengo sus palabras; y lo acuno más en mí–. No hay nada que perdonar, Daniel… Porque ninguno de los dos fuimos culpables.
Abrazado a mi alma, aferrada a su hálito. De alguna forma, sentimos que nuestros demonios han sido exorcizados. Aunque permanezcan acechantes, muy a pesar nuestro.
No hemos quedado dormidos, no sé cuánto tiempo. La habitación está oscura, siempre está oscura; sin embargo, ahora… junto a él, solo percibo luz en este lugar. Tengo su cabeza apoyada en mi pecho, su brazo me rodea la cintura, y su pierna izquierda está entrelazada con mi derecha. Su respiración es tranquila, sosegada, acompasada con la mía… Ojalá pudiera congelar el tiempo en este instante. No quiero volver atrás, ni mirar hacia adelante. Ni pensar que hubiera sido de nosotros si las cosas hubieran girado de forma diferente. La guerra está ahí fuera. Nada pinta bien para nadie. Yo solo deseo que el tiempo se detenga: en esta mugrienta vivienda, cargada de humedades, rodeados de incertidumbre.
Acaricio su pelo y él abre lentamente los ojos y me mira. Se incorpora un poco, y arrastra su cuerpo sobre el jergón, hasta que nuestras caras se encuentran. Me acaricia los labios con el dedo pulgar de su mano izquierda. Después, la desliza por mi brazo, ignorando la manga de globo de mi arrugada blusa; y sobre mi piel, comienza a pegar toquecitos melódicos con sus dedos… Sonrío, sé lo que está haciendo… Oh, echo tanto de menos escucharlo tocar el piano. Sentir su música es vivir en el cielo. Sentirlo a él es experimentar el paraíso en todos los sentidos. Y no estoy exagerando en absoluto.
–“Claro de Luna”… Beethoven. Sonata para piano nº14 –adivino la melodía que aún cosquillea en mi brazo.
Y sus labios se curvan henchidos de satisfacción. Sus ojos me miran y supuran todos los sentimientos que de alguna forma siempre han estado escondidos en esa melodía que nos describe.
–Nuestra canción –bosqueja, uniendo su frente a la mía. Parando los cadenciosos toques de sus dedos sobre mi brazo. Respirando nuestro exhalar, que nos colma de vida.
–¿Tienes hambre? –le pregunto de repente, y ni siquiera sé por qué se me ha ocurrido tal pregunta. El menú disponible es tan escaso como la claridad y el confort de este piso.
–¿Hambre? ¿Qué es eso? –me responde en tono burlón; y tira de mí súbitamente hasta ponerme encima de su cuerpo. Yo ahogo el grito ante la sorpresa. Ninguno de los dos podemos parar de sonreír, a pesar de que nuestra situación no ha cambiado mucho… No sé, es como si de pronto, todo fuera más fácil… Nos sentimos fuertes, podemos con todo…
Me alzo y me siento a horcajadas cerca de su entrepierna. Mi blusa sigue abierta y cae a los lados de mis pechos, dejando entrever mi sujetador.
–Te he echado de menos –dice; deslizando su dedo por mi escote.
–Pues aquí me tienes –insinúo, moviendo sugerentemente mi trasero sobre su virilidad.
Le hago chirriar los dientes. ¡Ja!
–Oh, no creo que tenga fuerzas para un segundo asalto. Es usted demasiada mujer para mí. –Se defiende levantando los brazos, con esa sonrisa juguetona que le conquista todo el rostro. Y que a mí… hace años que me tiene conquistada.
Le hago cosquillas en los ijares, y da un repullo ante mi ataque desprevenido; después me dejo caer sobre su pecho, y me abriga con los brazos. Y respiramos… dejándonos envolver por la fingida pero necesitada tranquilidad.
–¿Queda leche en polvo?
Pobre, estoy notando como le suenan las tripas.
–Quizá pueda arreglármelas para manchar de blanco esos dos jarrillos de lata que hay en la cocina… Ah… y creo que hay algo de pan. –Apoyo la barbilla sobre los vellos de su torso, y alzo las cejas para abrir mis ojos un poco más. Me mira como si yo fuera su real alimento; aunque creo que la reciente ilusión sembrada de que algo caliente caiga en su estómago me está ganando la partida… Me incorporo, me levanto del jergón, le cojo la mano y tiro de él–. Vamos, tú mujer te va a preparar la comida. –Enseguida me doy cuenta de que ese no ha sido un comentario afortunado, porque su gesto se torna serio y un atisbo de dolor mal disimulado lo surca. Aunque, rápidamente cambia su expresión; y sé, que no quiere agobiarme.
Se abrocha la camisa y los pantalones; y se agacha para coger la pistola que había dejado en el suelo… Oh, vaya… ni siquiera me había dado cuenta que había soltado el arma… Resopla y vuelve a metérsela detrás, en la cinturilla del pantalón, escondida debajo de la rebeca de lana.
Yo recojo mi abrigo y me lo pongo. La blusa que llevo es de verano... Digamos, que no le presté mucha atención a la elección de mi vestimenta cuando salí corriendo de aquella imponente mansión del Limonar. Suerte que agarré el abrigo.
Me voy a la cocina y comienzo a calentar el agua para disolver los polvos de leche. Rebusco en una oxidada panera los mendrugos de pan que quedaban… Dios, están tan duros, que voy a ser incapaz de partirlos a pellizcos. Tendré que usar el cuchillo… Aunque de todas formas, se me hace la boca agua mientras los voy partiendo y rebotan en el plato… Mmmm… Remojados en la leche y con hambre, sabrán a majar del cielo, de eso estoy segura.
Pero el apetito pasa a un segundo plano cuando lo siento detrás de mí. Me rodea con sus brazos, me pega a su cuerpo, y comienza a besarme el cuello… Dios, Dani, ¿qué haces?... Mi sangre estática, a causa del frío de este refugio, comienza a fluir deprisa y ardiente por mis venas, tanto o más que el agua que está empezando a bullir en el cacillo que tengo puesto al fuego. Se me seca la boca, y el cuchillo y el mendrugo de pan caen al suelo... ¡Mierda! Se supone que debemos evitar los ruidos… Aunque, Daniel ni siquiera parece inmutarse por el estrépito que forma el afilado cubierto al chocar contra el piso.
Ay, Madre mía, Dani.
–¿Creí que no tenías fuerzas para un segundo asalto? –murmuro entre jadeos con un hilo de voz. Y no sé cómo las palabras están saliendo de mi boca.
–Bromeaba. –Noto sus labios curvarse divertidos sobre mi piel.
–¿Ah, sí?
–¡Policía militar! ¡Abran la puerta!
–Dani… Dios...
El miedo nos paraliza. La realidad acaba de caernos encima como una pesada losa. Nos miramos frente a frente, embargados por el rictus. Sin saber muy bien qué hacer, cómo reaccionar.
–Tengo que esconderte. En el dormitorio, en el armario del dormitorio. No pueden encontrarte aquí. No pueden encontrarte conmigo.
–¡No!... ¡No voy a esconderme! ¡No voy a sepárame de ti! ¡Si vamos a morir, moriremos juntos!... Además, ellos saben que estoy contigo. ¡Juan me está buscando!
–¡Policía militar! ¡Abran la puerta! –Las voces truenan y agitan el entorno. El mismo entorno que hasta ahora había troquelado el mutismo, y que de pronto se llena de ruidos: gritos de mujer, llantos de niños, ladridos de perros, golpes…
–¡Joder, Ana!
Se escucha un disparo. Una nueva patada a la puerta.
–¡Maldita sea, Anabel! –Daniel me coge por la cintura y me lleva en volandas hacia el dormitorio.
Pero no nos da tiempo a llegar. Todo ocurre demasiado deprisa. Mi cuerpo cambia de brazos.
–¡Ana! –Daniel vocifera.
La distorsión se apodera de mi cabeza. Forcejeo, chillo. Y uno de los militares le da una patada en el estómago a Daniel… ¡No!
– ¡Daniel!... ¡Dejadle en paz!
No, no, no… Anabel, ¡concéntrate!... Con la histeria no voy a ganar nada. Tengo que controlar la situación. Esto no puede estar pasando… Vamos… Tranquila... Intenta respirar… Me quedo quieta y enfoco el lugar… Creo que hay tres militares: el que me sostiene a mí, el que lo agarra a él, y… Ohhh, Dios… Se me encoge el estómago en cuanto le veo los galones. Su pestilente piel y aliento golpean mi rostro… Me quiero morir, me quiero morir…
–Hola, zorra –Juan me aprieta la mandíbula, me hace daño… Pero no le voy a dar el gusto de oler mi miedo. Yergo mi cuerpo, reprimo el temblar. Y mi gesto le devuelve todo el odio y el desprecio que siento por tal hijo de mala madre.
Tiene los ojos verdes como su hermano, pero destilan crueldad y azufre. Su cara arrugada por la vileza de su alma estropea su belleza. Suda como un poseso. Y su hedor me provoca arcadas.
–¡No la toques, cabrón! –el grito de Daniel desencadena la risa sádica de Juan, que saca su lengua y me la pasa por el cuello, por la mejilla… Las náuseas me hacen toser… Y la bilis rebosa por mi boca a pesar de tener el estómago vacío.
–Pero, ¡serás hija de puta! –increpa el sádico, cuando siente mi hiel caliente sobre su cara. Se aparta de mí; y comienza a limpiarse mi mancha con un pañuelo que coge de su bolsillo… Su rostro refleja repulsión… No mucha más de la que yo le tengo a él.
Quiero retener las ansias, pero no puedo. No puedo parar de vomitar… Y no lo siento por mí, sino por Daniel. No quiero que me vea así… Estoy escuchándolo gritar, luchar con todas sus fuerzas para librarse de su presidio. Pero aquél que lo tiene atrapado es un mastodonte que le dobla en complexión. Y sé que estamos perdidos. Sencillamente, ha llegado nuestro final.
–¿Ya mi amor? ¿Te sientes mejor, cariñito? –se burla Juan de mí con tono sardónico, en cuanto consigo controlar las convulsiones de mi estómago. Mi psique reacciona. Mi genio se revela, y le escupo en un impulso incontrolado de sublevación.
–¡Zorra! –El impacto de la bofetada, me hace doblar la cara. El golpe ha sido tan brusco, que casi no he sentido dolor.
Le miro. Nos miramos. No le gusta nada lo que ve en mí. Me quiere sumisa. Y se ha dado cuenta de que no le tengo miedo.
–Eres un maldito cobarde, Juan… Pero, ¿sabes? En el fondo me das pena, hermano. Jamás vas a sentir lo que es hacer vibrar a una mujer. Porque solo eres capaz de arrancar asco, odio y desprecio… Nunca amor –Las palabras, ahora calmadas de Daniel, retumban en la habitación e impactan en Juan; le vapulean mucho más fuerte, que cualquier insulto o grito cargado de intimidación. La situación se le está yendo de las manos. Venía dispuesto a matar, a disfrutar con el pánico que su crimen destilara. Sin embargo, tales pretensiones se están volviendo en su contra.
No obstante, se gira hacia Daniel. Anda lentamente hasta él... Yo suspiro y cierro los ojos. Por favor, que no le haga daño.
–¿Tú crees, pedazo de maricona? ¿Me vas a venir a dar tú a mí lecciones de hombría?... –Se para, lo acecha… como lobo a cargo de una manada. Pero Daniel le devuelve entereza. ¡Ja!... ¡¿Qué esperabas, hijo de puta?!... Entonces, sus puños se ceban con el cuerpo indefenso de su hermano. El muy cobarde le clava las botas y los nudillos a la par que las palabras: – ¡Ella! ¡Es! ¡Mi! ¡Mujer! –La sangre brota desde el primer golpe, chorrea a borbotones por el rostro de mi Dani… Dios mío… Lo va a matar… ¡Lo va a matar!
No sé lo que hago. No sé de dónde saco las fuerzas. Clavo los dientes en el trozo de brazo descubierto de uniforme de mi captor, hasta que siento el sabor de la sangre ajena en mi boca. Escucho su alarido de dolor. Se quiebra, me suelta… Yo solo pienso en Daniel… En la desesperación que me empuja a defenderlo, a defenderme sin temer las consecuencias… Me echo sobre la espalda de Juan. Le hago perder la gorra de plato… Lo agarro de los pelos, le hinco tanto las uñas en las raíces, que siento como se hunden en su podrida carne… El hijo de puta grita, se vuelve y me da una patada en la boca… Caigo al suelo, el intenso daño se apodera de mi cráneo y las lágrimas nublan mis ojos. Toso… Dios, sangre… Estoy escupiendo sangre…
–¡¿Es que no eres capaz de retener a una cría, blandengue de mierda?! ¡No hay cojones en este puto país! ¡Me cago en mi puta vida! ¡Cuádrate! –Las botas del cabrón se desplazan y arremeten contra el militar al que he mordido.
Y ya no escucho más. Simplemente mis ojos buscan a Daniel… Apenas puede sostenerme la mirada, porque está a punto de perder la conciencia. Mi cuerpo empieza a temblar… Ay, Dios mío, ¿qué va a ser de nosotros?... Pero entonces, algo ocurre. Algo inexplicable; en el momento en que su lánguida mirada se encuentra con la mía. Un tirón nos estremece… Oh, Dani… Su hálito me llena, siento su alma en mí… Y es algo que va mucho más allá de nuestros cuerpos, de nuestra voluntad, de la realidad…
Ni siquiera percibo dolor cuando Juan tira de mi cabello para levantarme del suelo. Cuando su rabia está a punto de partirme el cuello con semejante sacudida. Vuelvo a estar en los brazos del militar al que he mordido. Cierro los ojos, embargada por esta nueva y extraña sensación, que me rodea, que me protege, que deja la habitación en silencio por unos segundos… Y de repente, salgo de mi trance. Intento ubicarme de nuevo en esta dimensión en la que mi labio sangra… Juan está dirigiéndose otra vez hacia Daniel… Trago saliva, el sabor metálico de mis fluidos inunda mi gaznate.
–¿Sabes cuál es el castigo por deserción… por traicionar a tu patria, maricona? –lo amenaza, levantándole la barbilla con la mano derecha, supurando aversión y arrogancia por cada poro de su podrido y maldito cuerpo.
Pero Daniel cierra los ojos, se desploma. No puede aguantar más.
–Ah, no, no. De eso nada. Quiero que estés bien despierto, hermanito –le golpea la cara con la mano abierta varias veces, lo zarandea. No consigue nada. Daniel no responde…
La angustia por él debería consumirme; sin embargo, estoy tranquila… Sigo notando su vida, su aliento en mi interior a pesar de su inconsciencia... Ay, Dios, ¿qué me está pasando?, ¿qué me está pasando?...
Entonces Juan entra en la cocina y sale con un cubo lleno de agua sucia en la mano. Creo que es el que contenía las goteras de la lluvia de la semana pasada. Se lo echa por encima de golpe a Daniel y lo hace reaccionar: abre los ojos y boquea por el inesperado impacto.
Y el horror vuelve a quemarme las entrañas, cuando la risa sádica de Juan truena en el ambiente. Cuando le da la espalda a su hermano y viene hacia mí… Sé lo que va ocurrir. Ya he visto antes esa mirada. Oh, no, no, no. ¡No!
Le hace una señal al militar que me tiene atrapada, y éste me tira al suelo. Me sujeta fuerte los brazos por encima de la cabeza. Yo pataleo y grito, lucho con todas mis ansias: –¡¡¡Por favor!!!!
–¡¡¡¡¡¡HIJO DE PUTA!!!!! –Daniel se desgarra el gaznate. Comba su cuerpo y convulsiona; mientras ve como su hermano se arrodilla sobre mí y me inmoviliza las piernas.
Entonces me levanta la falda. Y yo grito, grito y arqueo la espalda, intentando librarme de mi presidio, chocando mis huesos forzados contra el suelo.
–¡Pero si la putita no lleva bragas! –exclama el hijo de mala madre con los ojos abiertos, y la boca chorreando babas y lascivia–. ¿No me digas que has estado haciendo cosas malas a espaldas de tu maridito?
–¡¡¡¡CABRÓN!!!!! ¡¡¡¡NO LA TOQUES!!!!!! ¡¡¡¡¡ANA!!!!! ¡¡¡¡¡ANABEL!!!!!!
Siento los alaridos de Daniel. Y preferiría estar muerta antes de que tuviera que presenciar todo esto.
–¡¡¡AAAAHHH!!! –Juan me enviste. Y el tremendo y agudo dolor de su ataque se expande por mi vientre, como si me hubiera apuñalado con un afilado cuchillo.
–Voy a matarte, Juan. Te juro que voy a matarte –reverbera la voz de Daniel en el entorno cargada de venganza, poseída por las bestias… Respira lento, y sus ojos no se apartan del hijo de puta de su hermano.
El sádico coge empuje, hunde los dedos en mis muslos. Y yo tenso mi ser… Dios, va a destrozarme, va a destrozarme. Aprieto los parpados, me preparo para el dolor; pero no se mueve… ¿Por qué no se mueve?... Abro los ojos. Miro hacia el lado y no veo a Daniel; el mastodonte que lo apresaba, esta tendido en el suelo, sacudiendo la cabeza, medio atontado. ¿Cuándo ha ocurrido esto?... Viro mi mirada hacia el frente. Juan está quieto, con un revolver pegado a la coronilla: Daniel lo apunta. El sádico sujeta mis piernas, las comprime a ambos lados de sus caderas. Siento sus rodillas contra mis lumbares. El cruento dolor de la penetración apenas es ahora un latido. Escucho otro clic de un percutor… ¿Qué?... El mastodonte se ha recuperado y posa firmemente su arma contra la sien de Daniel… ¡No!... Juan se ríe: dos carcajadas secas antes de hablar:
–Hazlo, hermanito. Hazlo, Daniel. Mátame. Da igual lo que hagas. Esta puta va a pasarlo mal antes de morir. Y no podrás evitarlo. Así que… ¡DISPARA, SI TIENES HUEVOS!
El silencio devora el ambiente. Dos décimas de segundo en los que el mutismo nos abrasa. Daniel me mira; y yo sé lo que piensa, sé cuál va a ser su siguiente e inevitable paso. Y quiero que lo haga, no hay más opción. Tiene que hacerlo, ha de hacerlo.
–Siempre estaré contigo –murmura, atravesándome el alma con la mirada. Y yo asiento, le doy permiso. Cierro los ojos, porque así será más fácil para los dos.
Lo último que recuerdo, es la fuerza de su amor sobre mí, los ojos llenos de desconcierto y rabia de Juan, el alarido de dolor desgarrado de mi Dani, un disparo… ¡AHHH! ¡ME QUEMA!